AVELLANEDA POR RODOLFO WALSH

Por Rodoldo Walsh

Los últimos saladeros cerraron cuando la fiebre ama­rilla, pero aún perdura en las orillas del Riachuelo ese “olor peculiar” que un viajero inglés señaló hace un si­glo. Los buques de la Star anidan en los muelles del Anglo, embarcando el chilled que hizo la riqueza de pocos y la miseria de tantos. Día y noche sube el ganado por las rampas de La Negra para caer bajo el martillo, o bajo la espada del rabino. Petroleros de doscientos metros de eslora entran cautelosamente en el Dock Sur, que ilumi­na de noche el fulgor anaranjado de la Shell. Millares de hombres transpiran en invierno junto a los trenes de la­minación, los crisoles, los tornos. Más que las calles lar­gas y monótonas, más que las plazas desfoliadas por el humo y los residuos, las fábricas son aquí los puntos de referencia: la papelera, la cristalería, la Ferrum, la textil.

La historia puede remontarse a las barracas que hace dos siglos fueron de negros esclavos, al disciplinado asal­to de Buenos Aires que en 1820 realizaron los gauchos del sur al mando de Rosas, a la revolución del 80 que ensangrentó Barracas y Puente Alsina, donde un ejército de línea peleó con milicias de empleados de comercio. Treinta y tantos años imperó aquí don Alberto Barceló, con el favor electoral de los muertos y la empeñosa pre­potencia de los vivos. Persiste en la memoria de los vie­jos el desafío de su mejor caudillo, el balazo que lo ace­chaba en una calle oscura, su muerte en el hospital que donaron los hermanos Fiorito:

Cuando el sepelio salió con millares de mortales por las calles principales de Avellaneda siguió.1

Si la historia ha de empezar esta noche a repetirse, es ya con otro signo:

Los hombres de Avellaneda sonríen cuando oyen ha­blar de Cipriano Reyes y el 17 de Octubre. Porque aquí —dicen— el 17 empezó el 16, con el paro de los lavade­ros, fábricas de armas, textiles, el vidrio, la Colorada, y ya esa misma tarde la gente llegó hasta Pompeya, donde la corrió la montada.                          .

Por la noche hubo reunión en el Comité de Unidad Sindical, que aglomeraba a todos los gremios de la ciu­dad, los que estaban en la CGT y los que no estaban: obreros de la carne, el cuero, la lana, metalúrgicos, ma­dereros, construcción, jaboneros, aceiteros. Sin orden de la CGT, que estaba entregada a secretas cavilaciones des­de que a Perón lo pusieron preso una semana antes, se declaró la huelga general y se redactó el primer volante exigiendo su libertad. Presidía el comité Raúl Pedrera, y en lugar del tesorero ausente firmó el acta el vocal Aní­bal Villaflor.                                                               

A las seis de la mañana del día siguiente (recuerda don Aníbal) salió una comisión de once hombres rumbo a la Plaza de Mayo. Avellaneda estaba parada, pero en la Capital caminaban los tranvías. Cuando llegaron a la estación Barracas increparon a los guardas y a pesar de los ofrecimientos siguieron a pie porque la huelga había que cumplirla. Rato después un taxista voluntario los llevó a los once: sobre la plaza estallaban ya las ‘granadas de gases y la policía repartía sable. Cuando en la Casa Rosada pidieron hablar con el Presidente, les qui­taron los documentos y los recluyeron en una pieza. Una hora después, inexplicablemente, los llevaron a presencia de Farrell, del almirante Vernengo Lima, del general Avalos:

Farrell nos dio la mano, qué deseaban ustedes. Le di­jimos lo que deseamos es esto. Y él nos dice, pero cómo es eso que han declarado la huelga, ustedes saben lo que es eso. Y nosotros le contestamos: el único que nos dio algo aquí, es Perón. Bueno, dice, pero ¿qué quieren uste­des? Nosotros queremos hablar con Perón. ¿Y la huelga quién la, para? La huelga no la para nadie, la huelga ya está.

Los mandaron en auto al Hospital Militar. Más de diez mil personas se apiñaban contra las verjas mientras en el parque los soldados emplazaban ametralladoras.

Fuimos a una sólita, y ahí estaba Perón, recostado en una cama. Lo primero que dijo fue: Me han cagado, mu chachos. Y nosotros le preguntamos: ¿Qué podemos ha­cer? Y él dice, ¿qué han hecho? Nosotros hemos decla­rado la huelga general. Cómo, cómo, dice, aja, bueno, ¿y por qué lo han hecho? Por usted lo hemos hecho, porque usted es el hombre que nos dio libertad y nos hizo res­petar. .

– Cuando volvieron a la Plaza de Mayo, ya no se podía caminar. Avellaneda, Lanús, Quilines, Lomas de Zamora, todo el Sur se volcaba en las calles, una muchedumbre harapienta que no se iba a mover de ahí hasta que Perón apareció en los balcones.

En 1947 don Aníbal Villaflor ocupó el sillón de Barceló. Todos sus funcionarios eran delegados obreros, como él mismo, que ya a los diecinueve años militaba en pana­deros, admiraba a los anarquistas y no le temblaba la mano en las represalias violentas con que un proletariado miserable se hacía sentir por primera vez. Más tarde mi­litó en portuarios, fundó el sindicato de barraqueros, con­tribuyó a crear el comité de unidad. ¡Quién les habría dicho que iban a llegar a gobierno! Pero,’ “Acordate cuan­do andabas con los fierros al hombro, acordate cuando caminabas descalzo entre la bosta”, eran las frases con que prevenía cualquier cosa rara en lo que había sido el municipio más corrompido del país. Porque él había visto sufrir a la gente, los inmigrantes durmiendo en las hari­neras, las mujeres que se quemaban   las   manos   en   el arrancado  de pelambre  o envenenando los cueros,  los compañeros muertos —el gordo Villaverde, el negro Bo­nilla, tantos otros— por la policía, como si fueran delin­cuentes. Ahora el comisionado de Avellaneda vivía en una casa de chapas.Duró trece meses. Cuando sus propios municipales le hicieron una huelga y el gobernador le mandó reprimir, no pudo con la sangre: se puso al frente de la delegación que iba a reclamar.

—El único comisionado que me hizo una huelga —co­mentaría risueñamente el coronel Mercante.

La huelga se arregló, pero a don Aníbal Villaflor lo echaron. Salió de la intendencia y volvió al puerto a car­gar bolsas.

Los viejos tiempos no habían muerto —como él cre­yó—, se recreaban con cada cambio político, cada con­vulsión social. Los fusilamientos del treinta tendrían su eco agrandado en la segunda de Lanús, año 56. La picana eléctrica cumpliría su primer cuarto de siglo en la comi­saría primera. Las bombas anarquistas serían puntual­mente repetidas por los improvisados “caños” del pero­nismo. A su turno llegaría el hambre, la desocupación, el juego, los nuevos caudillos con sus favores y matones.

Ciudad que se levanta temprano, resoplando en los hornos y las chimeneas de sus cinco frigoríficos, setenta fábricas de automóviles, maquinarias y aparatos, cincuen­ta metalúrgicas, cuarenta plantas químicas, treinta textileras, tres mil talleres chicos y más de cincuenta mil obre­ros industriales. Ciudad que se acuesta temprano, sólo quedaba un hilo de gente en la avenida Mitre, en los cafés alrededor de la plaza Alsina, en el bar El Plata, en la confitería y pizzería La Real.