UNA MADRE DE AVELLANEDA

Carmen Tota Ramiro de Guede, Madre de Plaza de Mayo
Corría octubre de 1976 y la dictadura militar que había usurpado el poder con la complicidad civil y clerical secuestraba, robaba, torturaba y asesinaba a diestra y siniestra a lo largo y ancho del país. Avellaneda, ciudad fabril, era escenario cotidiano de ese horror. Carmen Ramiro de Guede se encontraba con su hijo más chico en su provincia natal, Mendoza, ante una enfermedad de la madre. El 7 de octubre su marido Dante Guede y su hijo mayor Héctor fueron secuestrados en Las Flores y Mitre, Partido de Avellaneda. Nacería entonces una luchadora incansable, una militante inclaudicable, una Madre de Plaza de Mayo.
Para la Tota, como es llamada por quienes la conocen, lejos en el tiempo quedó su infancia feliz en una chacra de Tunuyán, en la provincia de Mendoza, rodeada de campos de menta y lavanda de la empresa Kolinos. “Éramos un montón de hermanos. En la chacra se criaban pollos, cabritos, chanchos y se plantaban frutas y verduras que garantizaban la alimentación familiar. Se hacían dos faenas por año. Todos participaban, era una fiesta”, afirma.
La Tota nació el 28 de marzo de 1935, en Tunuyán, y en 1944 la vida familiar cambió abruptamente, primero falleció su padre, un carpintero que era el sostén de la familia. Poco tiempo después, el terremoto de San Juan agrandó la familia. El gobierno dio en adopción a dos huérfanos cuyos padres fueron víctimas de la tragedia. Tras cartón, una medida sanitaria ante el avance de enfermedades causadas por las consecuencias del terremoto, obligó a sacrificar a los animales de la chacra.
La familia migró a Godoy Cruz a una casa prestada. La mudanza permitió que los más grandes consiguieran trabajo y los más chicos pudieran estudiar. Allí la Tota aprendió saberes que la acompañan hasta hoy y le permitieron afrontar épocas más complicadas por las que le tocaría atravesar. En la Escuela de Oficios para Mujeres aprendió a cocer, a tejer y a hacer juguetes. Luego de trabajar cuidando chicos, consiguió empleo en una fábrica de dulces local.
Llega el amor, se arma la familia
Con la llegada de la juventud, también llegó el amor. Dante Guede era un joven porteño que vacacionaba en Godoy Cruz junto a sus amigos. Tota tenía 20 años y las salidas eran en alguna que otra fiesta de cumpleaños, los carnavales y a las audiciones de la radio local. “Me ganó por cansancio, me venía a buscar a la fábrica, a mi no me gustaba porque era un porteño chistoso”, cuenta. Sin embargo, vinieron los primeros besos, las cartas y los llamados telefónicos.
Buenos Aires era un lugar desconocido para Tota. Las noticias llegaban por los diarios, la radio y por las cartas de una hermana que se había instalado allí. Sin ganas, se vino para Buenos Aires y en septiembre de 1956 llegó el casamiento. Se instalaron en Quilmes, a una cuadra de Avellaneda, donde Dante había instalado la casilla familiar. “Lo primero que conocí de la ciudad fueron los resultados de los bombardeos de 1955 en la Plaza de Mayo”, recuerda Tota.
El 18 de agosto de 1957 nació el primer hijo de la pareja. Le pusieron Héctor. El 2 de abril de 1960 nació Mónica. Tardaron cuatro años en construir la casa. Fueron varios fines de semana en los que la pareja rellenaba con escombros y hacía pastones para llegar al hogar familiar. El 24 de marzo de 1971 nacía el último hijo de la familia: Ulises.
Dante era un obrero metalúrgico calificado, se especializaba en realizar soldaduras de precisión, trabajaba para el Conicet y también se dedicaba al arreglo de autos. Era un militante político. “En casa no hablaba de su militancia. Durante varios años presidió la Sociedad de Fomento Villa Urquizú de su barrio”, cuenta Tota. Desde allí se impulsaba el crecimiento del barrio, Dante había soldado los refugios de las paradas de colectivo, se luchaba para que llegaran los servicios públicos y se hacían peñas para recaudar fondos. “Como Dante era mecánico, era uno de los pocos vecinos que tenían auto. Un Renault 4 que servía de ambulancia en los casos de urgencia. Embarazadas y accidentados venían a cualquier hora”, rememora Tota.
“Héctor era callado y muy inteligente. Aprendió a leer a los 4 años. Hizo la escuela primaria en Avellaneda, primero en Nuestra Señora de Loreto y luego en la N° 8 de Wilde”, cuenta Tota. Para 1976, estudiaba ingeniería electrónica en la Universidad Nacional de La Plata. Participaba en el Centro de Estudiantes y en ese momento pedían un comedor estudiantil. Héctor también cantaba y tocaba la batería en un grupo que se llamaba Profecía. Le gustaban el guitarrista Santana y José Larralde.
“En casa no se hablaba de política, luego empecé a entender un poco más. Cuando empezaron a desaparecer gente, me empezaron a comentar lo que pasaba”, asegura Tota. “Ya habían desaparecido algunos compañeros de ellos. Dante venía y me decía que había que tener cuidado. Pero nunca se plantearon irse”, agrega.
El terror, la lucha
Una enfermedad de su madre, hizo que Tota viajara a principios de octubre a su provincia natal. Allí estaba junto a su hijo más pequeño, cuando en Avellaneda la dictadura secuestró a Dante y a Héctor. Se enteró por una llamada de su cuñada. Enseguida vino para Buenos Aires. La casa familiar estaba revuelta y todo lo de valor había sido robado, inclusive las fotos familiares. “Hasta el 6 de octubre, Dante y Héctor habían sido vistos, por lo que manejamos que fueron secuestrados el 7″, sostiene Tota.
El lugar de la desaparición se supone que fue en Las Flores y Mitre. Comenzaría entonces un camino incomprensible, desconocido y doloroso. Un camino que forjó y convirtió a Carmen Ramiro de Guede en la mujer luchadora que es en la actualidad. Sola y con dos hijos chicos inició la búsqueda y se enfrentó al terror de la dictadura y al miedo de una gran parte de la sociedad civil. La presentación de un Habeas Corpus fue el primer escollo. “Me lo hizo un abogado radical que no lo firmó y me cobró un millón de pesos, un montón de plata para ese momento”, recuerda Tota.
“Trabajé en un taller de costura desde las 6 de la mañana hasta a las 2 de la tarde y de ahí me iba a limpiar oficinas a Capital, volvía a la 1 de la mañana. Mónica, que tenía 15 años, cuidaba a Ulises, el más chico. Luego empecé a trabajar en casa porque me daba miedo dejar a los chicos solos. Traíamos cajas y carpetas que armábamos en casa, trabajábamos entre todos en la casa. Nos ayudaban los amigos de Mónica”, relata Tota. Durante un tiempo, su suegro la ayudó, pero poco después falleció y el resto de la familia se hizo a un lado, incluso se quedaron con un negocio que Dante tenía.
“Cuando desaparecieron a mi marido y a mi hijo, Mónica estaba haciendo la secundaria en la Escuela Media N°2 de Wilde, frente a la estación de trenes. No la dejaron terminar, le faltaban dos meses y la echaron de la escuela. A mí no me quisieron recibir; ella era una buena alumna. Tuvo que ir a otra escuela de noche. Ulises a los 6 años recién empezaba la escuela. La familia nunca nos pasó un centavo. Le dieron de baja al negocio y lo pusieron a nombre de otro. Me echaban la culpa de lo que había pasado a mí, pero Dante y Héctor querían cambiar las cosas, tenían una ideología”, relata Tota sobre lo acontecido tras los secuestros.
Realizó la denuncia en la comisaría y todas las semanas iba al Ministerio del Interior a las 5 de la mañana, donde se encontraba con otras madres en la misma situación de ella. Siempre sin resultados. Así fue que llegó hasta el obispo de Quilmes Jorge Novak, quien fue uno de los primeros en ayudar a los familiares. “Novak tenía listas de desaparecidos y con esas listas nos relacionábamos con otras madres y familiares, nos prestaba la iglesia para que pudiéramos hacer reuniones”, relata. La Tota comenzó a caminar por las calles de barro de los diferentes barrios de Quilmes, Berazategui y Florencio Varela tratando de echar un poco de luz a en la oscuridad de la dictadura y tratando de darle voz al silencio aterrado de las familias obreras del conurbano bonaerense. Barrios como La Cañada, en Bernal donde habían sido secuestrados alrededor de 20 muchachos que participaban de una Sociedad de Fomento, pero nadie se había atrevido a hacer las denuncias. Lo hacía junto a otra madre, a su hija Mónica o a alguna militante que se atrevía a desafiar al terrorismo de Estado. La idea era intercambiar información, que se realizaran las denuncias y que esas madres participaran de las reuniones. “Muchos de esos familiares no habían hecho nada porque tenían miedo. Yo también tenía miedo, porque dejaba a los chicos solos en casa”, cuenta.
Sin una fecha precisa en su memoria, Tota asegura que para 1978, ya se había integrado a Madres de Plaza de Mayo, desde donde continuaría su lucha y su búsqueda. La llegada de Carmen Tota Guede a Madres de Plaza de Mayo fue en 1978, algunos meses después del secuestro de Azucena Villaflor, en Avellaneda, de Mary Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga, en la Ciudad de Buenos Aires, todas desaparecidas en diciembre de 1977 y madres fundadoras del movimiento.
Una de las primeras apariciones de las Madres de Plaza de Mayo fue en la peregrinación a la Basílica de Luján en octubre de 1977. La Tota todavía no formaba parte de la organización, pero recuerda como fue el surgimiento del pañuelo de las Madres que se transformaría con el tiempo en un símbolo de la lucha por los derechos humanos. “Se había acordado ir por separado y para reconocernos, luego de un debate, se optó por usar un pañal en la cabeza, algo que todas teníamos guardado. En esa época eran de gasa y reutilizables. Cada una escribió el nombre de su hijo con un fibrón. Luego los convertimos en pañuelos blancos bordados con la inscripción en azul: Aparición con vida de los desaparecidos – Madres de Plaza de Mayo”, relata la Tota. “Nosotras socializamos la maternidad. Una madre todos los hijos, un hijo todas las madres. Todas las Madres teníamos una culpa diferente. Las que nos estaban al momento de los secuestros sentían culpa por no haber estado para haberlos defendido y las que estaban por no haberlos podido defender”, asegura la Tota.
Con dos hijos chicos, Tota tuvo que trabajar durante toda la semana. Los fines de semana eran los días que le quedaban para participar de la organización. “Le pedíamos al obispo de Quilmes, Jorge Novak, que hiciera misas porque había muchas madres que eran muy creyentes. Aprovechábamos ese momento y nos pasábamos información. Esos fueron mis primeros pasos dentro de la organización”, cuenta.
Las rondas, las marchas de la resistencia
“Las Madres habíamos cambiado un poco, salir a la calle era lo que nos daba fuerza”, afirma. “Como había Estado de sitio no podíamos estar en la Plaza. Cuando nos juntábamos unas cuantas, venía la policía y nos corría. Nosotras nos íbamos para otro lado hasta que un día nos dijeron circulen y empezamos a dar vueltas alrededor del monumento a Belgrano frente a la Casa Rosada, después hicimos las rondas en la pirámide”, rememora sobre las primeras rondas en la Plaza de Mayo.
En diciembre de 1981 fue la primera marcha de la resistencia. “Para esa época todos nos miraban mal”, dice Tota”. La represión todavía seguía y las Madres habían decidido salir a la calle para enfrentar a la dictadura. Lo hicieron solas, no querían que nadie las acompañara porque tenían miedo de que secuestraran a quienes las apoyaran. “Ese día los policías ocuparon todos los bancos de la plaza y nos apuntaron con los regadores de la plaza para mojarnos. “Yo creo que ese fue el principio del fin de la dictadura”, afirma convencida.
“Después nos fuimos a la catedral de Quilmes para hacer un ayuno que duró una semana. Los diarios de Quilmes lo publicaron. Ahí la gente se solidarizó con nosotras. Cuando terminó el ayuno hicimos la marcha en la plaza frente a la catedral de Quilmes. Ahí comenzaron las rondas los viernes en Quilmes y los jueves en Plaza de Mayo. Fue ese año en el que recibimos más apoyo de la gente y de los partidos políticos de izquierda”, recuerda.
La democracia
Carmen fue una de las Madres de Plaza de Mayo que jaquearon al gobierno de Raúl Alfonsín, quien se negaba a atender las demandas de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo. Tenían prevista una reunión con el presidente, pero Alfonsín había decidido no asistir. A la hora de la cita el primer mandatario estaba en el Teatro Colón en un festival de tango. El pie de Hebe de Bonafini interrumpió el cierre de la puerta que negaba la entrevista y detrás irrumpieron en la Casa Rosada, una casa que recién se abriría años más tarde. Pasaron 36 horas ocupando la sede de gobierno. ”Al otro día nos recibió el Ministro del interior, durante la toma la gente nos acercaba cosas”, sostiene Tota.
“Las madres habíamos cambiado. Empezamos la lucha para que lo que había pasado no volviera a suceder. Salir a la calle es lo que nos daba fuerza”, relata Tota. Con la llegada de la democracia comenzó el juicio a la Junta Militar. Las Madres estuvieron presentes durante las jornadas. Las declaraciones de los sobrevivientes y las mentiras de los militares fueron un golpe más. ”Durante los juicios se desarrolló la teoría de los dos demonios. Al final no pasó nada. No terminaron en la cárcel común como nos hubiera gustado”, afirma. “No nos dejaban entrar con los pañuelos, sólo Hebe de Bonafini se lo ponía. Se lo sacaban y Hebe se ponía otro.
Era terrible escuchar las atrocidades que hicieron. Encima, después vinieron la Obediencia Debida y el Punto Final. Se presentaban como héroes. La mayoría de los que estaban haciendo el juicio estaban más con ellos que con nosotros. ”, recuerda. “A nuestros hijos los recuerdan todos. Nadie los olvida, son recordados por todos”, expresa y, agrega: “en esto ganamos”.
“Carlos Menem fue el peor gobernante que tuvo la Argentina. Regaló el país y perdonó a los asesinos, sin embargo, tuvo dos mandatos”, sentencia Carmen. “Los políticos siempre fueron los que golpearon las puertas de los cuarteles. Nosotras nunca nos resignamos a la impunidad”, agrega.
Las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron la primera vez en que la Tota fue golpeada por las fuerzas represivas. Las imágenes de la policía a caballo arremetiendo contra las Madres de Plaza de Mayo recorrieron el mundo. Hasta allí habían llegado las Madres, ya no luchando contra la dictadura, sino contra el modelo económico neoliberal que ya había sumido en la miseria a millones de argentinos. Eran la continuación de la lucha de sus hijos.
Durante la dictadura a la Tota nunca la llevaron presa, algo que sí les había pasado a otras Madres. El día que más cerca estuvo, se encontró con un anónimo solidario. Carmen concurría a las marchas con Ulises y Mónica. Un hombre la empujó hacia adentro de un banco cuando la estaban por meter a un colectivo 17 del que habían bajado a los pasajeros para detener a los manifestantes. Ya en democracia, se estaba por cumplir un nuevo aniversario del golpe de Estado y las Madres se aprestaban a realizar otro acto. El grupo de jóvenes que apoyaba la movida pintaba paredones convocando al acto bajo la atenta mirada de la Tota y de otra madre. Un grupo de policías tuvo la idea de intervenir en la actividad. Se armó un escándalo que terminó con las Madres y los jóvenes en la comisaría. Una multitud de abogados y militantes se agolparon en la puerta de la dependencia policial mientras el comisario puteaba a los á que habían provocado el escándalo. “Le costó el cargo y algunas líneas en los diarios”, cuenta Tota. El motivo, la Tota, le había pisado la gorra a un vigilante. Una vecina que paseaba el perro le avisó al resto que habían detenido a las Madres.
“Yo estaba en la plaza cuando asumió Néstor Kirchcner y la cantidad de gente que había nos dio esperanza a las Madres. Nos dio una sorpresa terrible. Nos recibió en la Casa Rosada y nos dijo que él se iba a ocupar porque era también un hijo nuestro. Nunca nos habían recibido”, relata.
Las charlas en las escuelas
La tarea militante en democracia continuó también dando charlas en las escuelas. A veces convocadas por los estudiantes, otras por docentes o directivos. Pero en algunos casos no eran recibidas por las autoridades. “Una vez no me dejaron entrar, pero hubo otras Madres a las que tampoco las dejaron. Sacábamos los bancos a la calle y hacíamos las charlas igual”, explica. Es que el coraje y la rebeldía siembre identificaron a las Madres de Plaza de Mayo. En una de esas charlas en una escuela católica, la Tota vivió un momento que la marcó. “Dentro de la Iglesia fueron muy pocos los que nos ayudaron como Jaime de Nevares, Miguel Hesayne o el propio Novak. El obispo de La Plata Monseñor Antonio Plaza, que tenía un sobrino desaparecido, recorría los Centros Clandestinos de Detención diciendo que la tortura no era pecado. Una alumna se puso a llorar, nos abrazó y nos dijo que era verdad. Era una sobrina de Plaza”, recuerda.
En la casa de las Madres comenzó con un taller literario con el que empezó a escribir cuentos infantiles, que tienen como protagonistas a animales e insectos, aquellos de su infancia en Mendoza. Allí también hizo un curso de serigrafía que utilizó para realizar cosas para las Madres. “Yo siempre había querido ser voluntaria en algo, elegí pintar escuelas los sábados. Allí conocí otras luchas como las de la gente que no tenía viviendas y armaron cooperativas. A mí siempre me gustó hacer cosas manuales como títeres y disfraces”, asegura.
Dante y Héctor, padre e hijo
“Al principio nosotras no estábamos de acuerdo con recibir los restos de los que fueron identificados por solidaridad con aquellos que nunca van a ser encontrados. Pero los chicos crecieron y si quieren saber sobre sus familiares tienen derecho”, dice. Los restos de Dante fueron encontrados en el sector 134 del Cementerio de Avellaneda, los de Héctor aún no. Según se pudo reconstruir por algunos testimonios, Dante y Héctor fueron vistos en el Centro Clandestino de Detención El Vesubio, de La Matanza. “Yo no me voy a reconciliar nunca con los asesinos por lo que hicieron con mi familia”, manifiesta Tota. Lo que no dice es que nunca va a dejar de ser un ejemplo de militancia y lucha para las generaciones venideras.

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