Un cuento de ficción: La península de Piñeiro

Por Lucas Berjano (Foto Néstor Barbitta)

Cuando decidieron rellenar las orillas del riachuelo (porque antes el riachuelo era un río serpenteante), para separar de forma categórica y estéticamente “más prolija” Capital de Provincia, solo hubo un grupo de guapos que se opuso y no lo hicieron por las tierras en sí. Sino por una cancha de fútbol.

La leyenda cuenta que existía un equipo de Barracas al Sud (lo que ahora es Piñeiro) invencible. Se rumoreaba que nadie podía con su defensa, su mediocampo mordedor y un nueve que hacía dos goles por partido. Por esos tiempos el fútbol era otra cosa, era de guapos. No existían las tarjetas, los árbitros tenían que echar a los jugadores a los gritos, las localías eran casi sentencia de resultado, la mayoría de los arcos no poseían redes y esto llevaba a disturbios.

En fin, este equipo tenía el envidiable récord de ganar cinco campeonatos de esos que se organizaban en las quintas de la Dársena Sur.  

El gobernador de Buenos Aires de aquellos tiempos era un tipo soberbio y muy futbolero, pasaba los fines de semana en las canchas de la época, gritando los goles de su equipo en el mítico Buenos Aires Football Club (donde se disputó el primer partido de fútbol en suelo argentino).

Las obras de relleno del riachuelo iban a pedir de boca, hasta que se toparon en Barracas al sud con la cancha de estos muchachos. El hecho se vio envuelto en entredichos y trifulcas que parecían no acabar, Los muchachos no querían que se moviera su terreno de juego y el gobernador de capital insistía en tomar la cancha por la fuerza. Hasta que arreglaron jugar un partido por el pequeño campo. Se juntaron en Piñeiro, un domingo por la mañana, justo en el mismo lugar donde firmaron el “Pacto de Barracas”, Rosas y Lavalle. Este acuerdo era más claro, “El equipo que gana se queda con la cancha”. También quedó estipulado que el partido tendría lugar en el sitio en cuestión, la península de Los muchachos.

El gobernador de Buenos Aires trajo su equipo, Colorado, uno de los primeros cuadros de Capital, tenían su cancha en Palermo.

Finalmente llego el día del partido, a la mitad del primer tiempo Los muchachos iban ganando dos a cero, un resultado cómodo. Pero el segundo tiempo trajo consigo una serie de fallos arbitrales dudosos. El partido se puso dos a uno, Colorado se venía con todo. El cabezón, central del equipo de la península, desconforme con una jugada se le fue al humo al árbitro y éste lo echó. El partido siguió parejo, hasta que en la última jugada, el juez cobra un penal para Colorados. La gente de Barracas al Sud invadió la cancha y la seguridad del gobernador los sacó a macanazos.

El penal lo cobraba El Rufián, la gente estaba toda en la cancha, se escuchaban gritos y volaban piedras para todos lados. El vasco lo miraba de reojo, el sol rebotaba en el riachuelo y pegaba en la sangre seca de la sien del árbitro, que seguro pensaba en cómo salir de la cancha.

Pasó una hora y la situación seguía igual, el tiempo detenido a la espera de la suerte del vasco. El árbitro se dispuso a contar los doce pasos, colocó la pelota. El gobernador desencajado, a los gritos trataba de sacar a la gente de la cancha. El vasco miraba a la gente con una seguridad desafiante, pensaba en el festejo, en la chica del almacén de Rosetti, que a los gritos le pedía que ataje el penal.

El rufián acomodó la pelota, se secó la transpiración de la frente, miró alrededor con un desprecio infinito, miró a Joaquín, el municipal que pasaba sus horas en el bar, y le dijo algo en respuestas a la lluvia de insultos.

Una carrera larga, ocho pasos para atrás, lo iba a fulminar. El árbitro dio la orden, el rufián corrió, impactó la pelota con todas sus fuerzas, el vasco lo esperó hasta el último momento y se tiró para el mismo lado.

La pelota pegó en el palo y rebotó hasta la mitad del riachuelo.

Lucas Berjano

Acerca de Hernán Bravo

Director y fundador del periódico La Voz de Piñeiro desde 2003. Técnico superior en Periodismo egresado de TEA en 1998.

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