Época atrás, diciembre de 1950, hacía mucho calor, recuerdo a mi papá atrás de una máquina que despedía vapor, a mi mamá atrás de un mostrador, atendiendo a personas a las que no entendía que decían. Y yo con 2 años, que pocos meses antes jugaba en la borda de un barco, moviéndome entre máquinas de limpieza, planchas, mesas de lavar, ropa amontonada y mostradores.
En los veranos mis padres trabajaban hasta muy tarde. En esa estación del año se usaban prendas de hilo, poplín, de colores claros, donde se notaban claramente las manchas, eran difíciles de lavar y planchar. Alrededor de la plancha era como estar en la sauna, y mi papá estaba cada vez más flaco.
Cada prenda requería mucha dedicación. Mi madre separaba el forro de la prenda para evitar las deformaciones en el lavado, y después volvía a coserlo, fijaba los botones flojos, y lo enviaba al planchado, tarea de mi padre.
Personas con rasgos diferentes, que gesticulaban y hablaban diferente a nosotros, le dejaban la ropa a mi mamá, que le daba un “papelito”. A la semana, con ese mismo papelito retiraba la prenda limpia y planchada. En ese papelito, mi mamá escribía el nombre de la prenda en japonésネクタイ (nekutai) y el cliente lo reescribía en forma entendible y clara en castellano: corbata, también le escribía el nombre de la calle y el número donde vivía, y por último mi mamá escribía en ideograma japonés 木曜日 (mokuyobi) el día que debía retirar la prenda, a la que el cliente se lo reescribía en castellano: jueves. Así fueron las primeras incursiones en el idioma de la mano de los clientes.
La tintorería, que era propiedad de mi abuelo y la administraba desde la preguerra mundial, estaba ubicada a 150 metros de la Estación Avellaneda, donde transitaba una multitud de personas, muchas que trabajaban en las cuatro grandes fábricas que la rodeaban*. Y cuando cobraban sus quincenas abarrotaban los comercios lindantes **. En esos años los obreros, los empleados, los comerciantes, todos trabajaban mucho: “No trabaja el que no quiere” se decía.
Pero también gastaban y se divertían. Los fines de semana los cines estaban repletos y cada sábado los bailes convocaban desde los más jóvenes hasta las parejas adultas. Para entrar se requería vestir elegantemente, las mujeres con vestidos de polleras acampanadas o ajustados al cuerpo y los hombres de traje o sport con saco.
Los más jóvenes, recién ingresados a la fábrica, solo contaban con un traje. Venían a última hora del jueves y pedían si lo podían tener listo para el sábado. Mi mamá contestaba que no podía en un solo día, pero ante la insistencia, ruego y el rostro expresando las ganas de no perderse un sábado de baile, la respuesta siempre era “venga sábado tarde, toque timbre”. Así el sábado inglés se convertía en sábado japonés.
Con tanto trabajo mis padres no tenían tiempo de jugar conmigo. Desde el local de la tintorería, me escabullía a la calle, que se transformaba en la prolongación de la casa, y jugaba bajo la mirada y el afecto de algún vecino. En ocasiones me protegían de la ira de mi mamá que me perseguía con percha en mano hasta la calle, “son chicos, señora”, con esa frase lograban frenarla y me refugiaba en su casa hasta que pasara la tormenta.
Así la tintorería y su vecindario fue el espacio desde donde crecí, y donde todavía, cuando paso, me identifican como el hijo de la tintorería de Domínguez al 600. Hoy es un local cerrado, como casi todos los comercios y las grandes fábricas de aquel entonces, y hasta la estación cambio su nombre por Kosteki-Santillán, en recordatorio de la represión y asesinato perpetrado en el año 2002.
Desde esa época nuestro país se fue estancando, y la industriosa y próspera Avellaneda perdiendo fuentes de trabajo y negocios, donde como entonces, se pudiera desplegar el esfuerzo y la capacidad individual y colectiva. Junto a ello fue disminuyendo la confianza, la solidaridad, los sueños de progreso, y la fuerza que se sentía en aquellos años. Pero aun con nostalgia y tristeza, estos recuerdos me muestran como el progreso de los demás contribuyó a nuestro progreso, y refuerzan mi convicción sobre la necesidad de recuperar esos valores, y la capacidad de soñar, junto a la fuerza para llevarlos a cabo.
* En conjunto el Frigorífico La Negra, la fábrica de artefactos sanitarios Ferrum, y las metalúrgicas Tamet y Potrone, empleaban más de 10.000 personas.
** En los 200 metros desde la estación estaban: Prendas de vestir Casa Rayada, Sastrería López, Café y Billar los Campeones, Fiambrería Fiore, Panadería y Confitería La Francesa, Golosinas y Turrones de Pantazzi, Pasta La Zuni, Casa de Deportes El Triunfo de Veretilne, Heladeria y Fogliatella de Cimmino y Tintorería la Victoria, entre los que recuerdo.
8 de octubre de 2020 Shohan